sábado, 19 de junio de 2021

Cuentos Cortos de Edgar Allan Poe



EDGAR ALLAN POE

LA MASCARA DE LA

MUERTE ROJA


Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna

fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos

dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del

ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a

ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el

resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de

su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las

damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una

construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso.

Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una

vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse

contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del

interior.

La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían

desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura

afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había

bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior

existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».

Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos

afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más

insólita magnificencia.

¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde

tuvo efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen

largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par, de

modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se podía

esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban

dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un

espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto

diferente.

A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba

con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de

vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se

abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de

un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran purpúreas.

El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de

una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente

forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un

tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no

correspondía al del decorado.

Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara ni

candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni

lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los

corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con

un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminaba la

sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.

Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre

las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las

fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines

tenían valor para pisar su mágico recinto.

También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de

ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el

circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro,

estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de

hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para

escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.

Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas

notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente,

pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco,

una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus

nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las

campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta

minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, cuando llegaba una

nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo

sueño febril.

Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy

singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda.

Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro.

Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo,

era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.

En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su

gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas.

Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha

visto en “Hernani”. Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.

Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso,

mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un

lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud —la

pesadilla— contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la

música pareciera el eco de sus propios pasos.

De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un

instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de

pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado

sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y

una vez más, la música suena, vive en los ensueños.

De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas

distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más

occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va

transcurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color de sangre, y la oscuridad

de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano

reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las

máscaras que se divierten en las salas más apartadas.

Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de

la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el

reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines.

Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Pero el tañido del reloj había

de reunir esta vez doce campanadas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las

meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de

pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se

hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para

darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la

atención de nadie, Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre

todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego,

finalmente, el terror, el pavor y el asco.

En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna

aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad

carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la

extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e

impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan

tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de

juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir

profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y

delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.

La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un

cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin

embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable

broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus

vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se

encontraban salpicadas con el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y

solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los

que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y

de asco. Pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.

—¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él—,

quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que

sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!.

Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al

pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era

un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.

Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos

cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el

intruso, que, en tal instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y

majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata

arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él

para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y

mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la

sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y

mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la

purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de

que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.

Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su

momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera

a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había

acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuando

ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su

perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre la fúnebre alfombra, en la cual,

acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.

Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a

un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una

gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el

sudario y la máscara de cadáver que habían aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma

tangible alguna.

Y, entonces, reconocieron la presencia de la «Muerte Roja», Había llegado como un ladrón en la

noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío

sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.

Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de

los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la «Muerte Roja» tuvieron sobre todo aquello

ilimitado dominio.

F I N

EDGAR ALLAN POE

EL BARRIL DE AMONTILLADO

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré

vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no

obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado.

Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto

excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente.

Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin

reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que

sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él

no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda

consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos

italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con

frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires

ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un

verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería

extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre

que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con

excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba

un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico

adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como

en aquel momento.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen

aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis

dudas.

—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de

pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a

usted, y temía perder la ocasión.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y he de pagarlo.

—¡Amontillado!

—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un

buen entendido. Él me dirá...

—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

—Vamos, vamos allá.

—¿Adónde?

—A sus bodegas.

—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún

compromiso. Luchesi...

—No tengo ningún compromiso. Vamos.

—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío.

Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi

no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome

bien al cuerpo mi roquelaire,1 me dejé conducir por él hasta mi palazzo.

Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya

antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para

que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la

inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole

encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé

delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme.

Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo

de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de

sus zancadas.

—¿Y el barril? —preguntó.

—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las

paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la

embriaguez.

—¿Salitre? —me preguntó, por fin.

—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

—No es nada —dijo por último.

—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico,

respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted

malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar

con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero

debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas,

tumbadas en el húmedo suelo.

—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.

Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con

familiaridad. Los cascabeles sonaron.

1 Capa o capote

—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

—Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.

—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.

—He olvidado cuáles eran sus armas.

—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes

se clavan en el talón.

—¿Y cual es la divisa?

—Nemo me impune lacessit2

—¡Muy bien! —dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del

medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles,

llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a

coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las

bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos.

Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con

ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprende usted? —preguntó.

—No —le contesté.

—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

—¿Cómo?

—¿No pertenece usted a la masonería?

—Sí, sí —dije—; sí, sí.

—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

—Un masón —repliqué.

—A ver, un signo —dijo.

—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por

debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos

a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.

2 Nadie me ofende impunemente

En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido

alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en

las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.

Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un

rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el

desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y

tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso

determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de

apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las

circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad

de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido

inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo

atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su

superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su

cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido

para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en

efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio

que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

—Cierto —repliqué—, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido.

Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y

mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.

Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la

embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.

El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto.

No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la

primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la

cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea

y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de

nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces

a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había

ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado,

como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el

interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza

pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de

quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba

acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y

décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que

colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria.

Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz

tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el

palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

—El amontillado —dije.

—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el

palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

—Sí —dije—; vámonos ya.

—¡Por el amor de Dios, Montresor!

—Sí —dije—; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

—¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

—¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el

interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la

humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su

sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la

nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

F I N


EDGAR ALLAN POE

EL CORAZON DELATOR


¡ES VERDAD! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán

ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre

todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí

muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan

razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.

Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y

noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho

mal. Él no me había insultado. De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso!

Uno de sus ojos parecía como el de un buitre -- un ojo azul pálido con una nube encima. Cada vez que

caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la

vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.

Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían

haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí --¡con qué cuidado! -- ¡con

qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que

durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte

de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente

para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y

entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía

lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi

cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama. ¡Ja! ¿habría sido un

loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto

abrí la linterna cuidadosamente -- oh, tan cuidadosamente -- cuidadosamente (ya que los goznes

crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre. Y

esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo

siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su

Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba

valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la

noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para

sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.

Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se

mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de

mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar

que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o

pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la

cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás -- pero no. Su cuarto era tan

como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a

los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola

constantemente, constantemente.

Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la

cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"

Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras

tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho

noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.

En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de

dolor o de pena -- ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta

se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando

todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los

terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí

aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se

había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de

imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento

en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez."

Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. TODO EN

VANO, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había

envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir,

aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un

poco -- una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría -- ustedes no pueden imaginar qué

tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se

disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión -- todo

un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude

ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto

precisamente sobre el punto maldito.

¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los

sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj

envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi

furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.

Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de

mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo. Mientras tanto el compás infernal del

corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror

del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! -- ¿me

entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche,

en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror

incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo

se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se

apoderó de mí -- ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran

alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez -- solamente una vez. En un instante

lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien

hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Esto, sin

embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba

muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse

mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como

una piedra. Su ojo ya no me molestaría más.

Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el

ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que

hice fue desmembrar el cadáver. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.

Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las

placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano -- ni siquiera el suyo -- podría haber

detectado algo fuera de lugar. No había nada para lavar -- ninguna mancha de ningún tipo -- ni un

rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.

Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto --aún oscuro como a

medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir

con el corazón alegre, --porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se

presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino

durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la

oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades.

Sonreí, -- ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El grito, dije, fue mío

en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los

invité a que buscaran --que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré

sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué

que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto,

coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi COMPORTAMIENTO los había convencido. Yo estaba

particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de

cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La

cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún

charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que

sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo -- hasta que, en un momento, descubrí que el ruido

NO estaba dentro de mis oídos.

Sin duda que ahora me puse MUY pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin

embargo el sonido aumentó -- ¿y qué podía hacer? Era un sonido APAGADO, SORDO,

PENETRANTE -- MUY PARECIDO AL QUE HACE UN RELOJ ENVUELTO EN ALGODÓN.

Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente

pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y

con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos?

Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones

de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿qué PODÍA yo hacer? ¡Lancé

espuma -- enloquecí -- maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre

las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte --

más fuerte -- ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían. ¿Era posible que

no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! -- ¿nada, nada? ¡Ellos oían! -- ¡ellos sospechaban! -- ¡ellos

SABÍAN! -- ¡ellos se estaban burlando de mi horror! -- esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa

era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía

soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! -- y ahora --otra vez

--¡escuchen! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡MÁS FUERTE! --

"¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! -- ¡arranquen las tablas! -- ¡aquí, aquí! -- ¡es

el latir de su horrible corazón!"

EDGAR ALLAN POE

EL GATO NEGRO

No espero ni pido que nadie crea el extraño aunque simple relato que voy a escribir. Estaría

completamente loco si lo esperase, pues mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco,

y sé perfectamente que esto no es un sueño. Mañana voy a morir, y quiero de alguna forma

aliviar mi alma. Mi intención inmediata consiste en poner de manifiesto simple y llanamente y

sin comentarios una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me

han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no voy a explicarlos. Si

para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barroques. En el

futuro, quizá aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una

inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las

circunstancias que voy a describir con miedo una simple sucesión de causas y efectos

naturales.

Desde la infancia sobresalí por docilidad y bondad de carácter. La ternura de corazón era tan

grande que llegué a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban, de

forma singular, los animales, y mis padres me permitían tener una variedad muy amplia.

Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba

de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando llegué a la

madurez, me proporcionó uno de los mayores placeres. Quienes han sentido alguna vez afecto

por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la

intensidad de la satisfacción que se recibe. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un

animal que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha probado la falsa amistad y

frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis preferencias. Cuando

advirtió que me gustaban los animales domésticos, no perdía ocasión para proporcionarme los

más agradables. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un mono

pequeño y un gato.

Este último era un hermoso animal, bastante grande, completamente negro y de una

sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era

bastante supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los

gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el

asunto porque acabo de recordarla.

Pluto- pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer, y

él en casa me seguía por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis

pasos por la calle.

Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi

carácter, por causa del demonio Intemperancia (y me pongo rojo al confesarlo), se habían

alterado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente

hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras duras con mi mujer, y terminé

recurriendo a la violencia física. Por supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi

carácter.

No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin embargo, hacia Pluto sentía el

suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el

mono y hasta el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi

enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?-, y al fin

incluso Pluto, que ya empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las

consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías

por el centro de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado

por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia de

diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separaba de un golpe del

cuerpo; y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de

mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía sujetando al

pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué un ojo. Me pongo más rojo que un

tomate, siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable atrocidad.

Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado los vapores de la

orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen del que era

culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me

hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un

horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por

la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de

mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que

una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y

entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La

filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe

como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de

las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del

hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía

una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en

nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo

que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se

presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse

a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a

continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una

mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo

ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me

retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro

de que no me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo,

cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma hasta llevarla- si esto

fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más

terrible.

La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de «¡Fuego!» La ropa de

mi cama era una llama, y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar

del incendio mi mujer, un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron

y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.

No caeré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la

acción criminal que cometí. Simplemente me limito a detallar una cadena de hechos, y no

quiero dejar suelto ningún eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las

paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio, de

poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual antes se apoyaba la cabecera de

mi cama. El yeso del tabique había aguantado la acción del fuego, algo que atribuí a su reciente

aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido alrededor de esta pared y varias

personas parecían examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras

«¡extraño!, ¡curioso!» y otras parecidas despertaron mi curiosidad. Al acercarme más vi que en la

blanca superficie, grabada en bajorrelieve, aparecía la figura de un gigantesco gato. El contorno

tenía una nitidez verdaderamente extraordinaria. Había una cuerda alrededor del pescuezo del

animal.

Al descubrir esta aparición- ya que no podía considerarla otra cosa- el asombro y el terror me

dominaron. Pero la reflexión vino en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín

colindante con la casa. Cuando se produjo la alarma del incendio, la gente invadió

inmediatamente el jardín: alguien debió cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la

ventana abierta. Sin duda habían tratado así de despertarse.

Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el yeso

recién encalado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo

la imagen que ahora veía.

Aunque, con estas explicaciones, quedó satisfecha mi razón, pero no mi conciencia, sobre el

asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido impresionó profundamente mi

imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo

dominó mi espíritu un sentimiento informe, que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué

incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar, en los sucios antros que habitualmente

frecuentaba, otro animal de la misma especie y de apariencia parecida, que pudiera ocupar su

lugar.

Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pestilente, y me llamó la

atención algo negro posado en uno de los grandes toneles de ginebra, que constituían el

principal mobiliario del lugar. Durante unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel

y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra de encima. Me

acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como

Pluto y exactamente igual a éste, salvo en un detalle. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el

cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como indefinida, que le

cubría casi todo el pecho.

Al acariciarlo, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi

mano y pareció encantado de mis cuitas. Había encontrado al animal que estaba buscando.

Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no

lo había visto nunca antes ni sabía nada del gato.

Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se mostró dispuesto a

acompañarme. Le permití que lo hiciera, parándome una y otra vez para agacharme y

acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran

favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo

contrario de lo que yo había esperado, pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué- su

evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y

molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba no encontrarme con el animal;

un resto de vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo.

Durante algunas semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradualmente,

muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de

su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste.

Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue descubrir, a la

mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto, no tenía un ojo. Sin

embargo, fue precisamente esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de mi

mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez

fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros.

El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi aversión hacia

él. Seguía mis pasos con una testarudez que me resultaría difícil hacer comprender al lector.

Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,

cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me ponía a pasear, se metía entre mis pies y así,

casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba

hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me

sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y

quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal.

Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría definirlo de

otra manera. Me siento casi avergonzado de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me

siento casi avergonzado de admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal, era

alimentado por una de las más insensatas quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez

mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha de pelo blanco, de la cual

ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre este extraño animal y el que yo había

matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy

indefinida, pero, gradualmente, de forma casi imperceptible mi razón tuvo que luchar durante

largo tiempo para rechazarla como imaginaria, la mancha iba adquiriendo una rigurosa nitidez

en sus contornos. Ahora ya representaba algo que me hace temblar cuando lo nombro- y por

eso odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-;

representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh

lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo juntas. ¡Pensar que

una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de

producir esa angustia tan insoportable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de

Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso! De día, ese animal

no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me despertaba sobresaltado por sueños

horrorosos sintiendo el ardiente aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada

pesadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo la opresión de estos tormentos, sucumbió todo lo poco que me quedaba de bueno. Sólo

los malos pensamientos disfrutaban de mi intimidad; los más retorcidos, los más perversos

pensamientos. La tristeza habitual de mi mal humor terminó convirtiéndose en aborrecimiento

de todo lo que estaba a mi alrededor y de toda la humanidad; y mi mujer, que no se quejaba de

nada, llegó a ser la más habitual y paciente víctima de las repentinas y frecuentes explosiones

incontroladas de furia a las que me abandonaba.

Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra

pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió escaleras abajo y casi me hizo caer de cabeza,

por lo que me desesperé casi hasta volverme loco. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los

temores infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera

causado la muerte instantánea del animal si lo hubiera alcanzado. Pero la mano de mi mujer

detuvo el golpe. Su intervención me llenó de una rabia más que demoníaca; me solté de su

abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido.

Consumado el horrible asesinato, me dediqué urgentemente y a sangre fría a la tarea de

ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo

de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé

descuartizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una tumba en el piso

del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo al pozo del patio, o meterlo en una caja,

como si fueran mercancías, y, con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda para

que lo retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso. Decidí emparedar

el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media emparedaban a

sus víctimas.

El sótano se prestaba bien para este propósito. Las paredes eran de un material poco

resistente, y estaban recién encaladas con una capa de yeso que la humedad del ambiente no

había dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, una falsa chimenea,

que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. Sin ningún género de

dudas se podían quitar fácilmente los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y tapar el

agujero como antes, de forma que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos y, después

de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo mantuve en esa posición mientras

colocaba de nuevo los ladrillos en su forma original Después de procurarme argamasa, arena y

cerda, preparé con precaución un yeso que no se distinguía del anterior, y revoqué

cuidadosamente el enladrillado. Terminada la tarea, me sentí satisfecho de que todo hubiera

quedado bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido alterada. Recogí del suelo los

cascotes más pequeños. Y triunfante miré alrededor y me dije: «Aquí, por lo menos, no he

trabajado en vano»

El paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había causado tanta desgracia; pues por

fin me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, habría

quedado sellado su destino, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi

primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no se me pasara mi mal humor. Es

imposible describir, ni imaginar el profundo y feliz sentimiento de alivio que la ausencia del

odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así, por primera vez desde su

llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, incluso con el peso

del asesinato en mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una vez más respiré como un

hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo!

Grande era mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se hicieron algunas

investigaciones, a las que me costó mucho contestar. Incluso registraron la casa, pero

naturalmente no se descubrió nada. Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura.

Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la casa

intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa inspección. Seguro de que mi escondite

era inescrutable, no sentí la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en

su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez

bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el

de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Había cruzado los

brazos sobre el pecho e iba tranquilamente de acá para allá. Los policías quedaron totalmente

satisfechos y se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser

reprimido. Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo y de

asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.

-Caballeros- dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro de haber disipado sus

sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta casa esta

muy bien construida... (En mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad, no me daba cuenta

de mis palabras.). Repito que es una casa excelentemente construida. Estas paredes... ¿ya se

van ustedes, caballeros?... estas paredes son de gran solidez.

Y entonces, empujado por el frenesí de mis bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que

llevaba en la mano sobre la pared de ladrillo tras la cual estaba el cadáver de la esposa de mi

alma.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco

de mis golpes, y una voz me contestó desde dentro de la tumba. Un quejido, ahogado y

entrecortado al principio, como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta

convertirse en un largo, agudo y continuo grito, completamente anormal e inhumano, un

aullido, un alarido quejumbroso, mezcla de horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el

infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la

condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento es una locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome

hasta la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres de la escalera se quedó

paralizado por el espantoso terror. Luego, una docena de robustos brazos atacó la pared, que

cayó de un golpe. El cadáver, ya corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció de pie

ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo de

fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había llevado al asesinato y cuya voz

delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


EDGAR ALLAN POE

EL HUNDIMIENTO DE LA CASA USHER

(1809-1849)


Su corazón es un laúd colgado; no bien lo tocan, resuena.

(DE BÉRANGER.)

Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que

las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo

cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente

monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras

de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de

Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el

edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.

Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa

emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general

el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la

desolación o del terror. Contemplaba yo la escena ante mí—la

simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los

helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos

juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con

una completa depresión de alma que no puede compararse

apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese

ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida

diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial, un

abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de

pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar

a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era

aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher?

Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las

sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras

reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión

insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de

objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de

este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre

consideraciones en que perderíamos pie. Era posible, pensé, que

una simple diferencia en la disposición de los detalles de la

decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para

modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión

dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la

orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía

con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo—pero

con un estremecimiento más aterrador aún que antes—las

imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los

lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.

Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir unas

semanas. Su propietario, Roderick Usher, fué uno de mis joviales

compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos años

desde nuestro último encuentro. Una carta, empero, habíame

llegado recientemente a una alejada parte de la comarca—una

carta de él—, cuyo carácter de vehemente apremio no admitía otra

respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente

agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia

física aguda—de un trastorno mental que le oprimía—y de un

ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único

amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún alivio a su

mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más,

era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía

vacilación y, por tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo,

pese a todo, como un requerimiento muy extraño.

Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado,

sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fué siempre excesiva y

habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy

antañona que se había distinguido desde tiempo inmemorial por

una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de

los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que se

manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa

aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a

las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin

esfuerzo reconocibles de la ciencia musical. Tuve también noticia

del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher,

por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en

ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia

entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo muy

insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia,

pensé—mientras revisaba en mi imaginación la perfecta

concordancia de aquellas aserciones con el carácter proverbial de

la raza, y mientras reflexionaba en la posible influencia que una de

ellas podía haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la

otra—, era acaso aquella ausencia de rama colateral y de

consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del

nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos,

uniendo el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca

denominación de "Casa de Usher", denominación empleada por los

lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa

solariega.

Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril—

contemplar abajo el estanque—fué hacer más profunda aquella

primera impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi

acrecida superstición—¿por qué no definirla así?—sirvió para

acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la

paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y

aquélla fué tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde

la imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que

brotase en mi mente una extraña visión, una visión tan ridícula, en

verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva

fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación había

trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la

posesión enteras flotaba una atmósfera peculiar, así como en las

cercanías más inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con

el aire del cielo, sino que emanaba de los enfermizos árboles, de los

muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y

místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo.

Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y

examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su

principal característica parecía ser la de una excesiva antigüedad.

La decoloración ocasionada por los siglos era grande. Menudos

hongos se esparcían por toda la fachada, tapizándola con la fina

trama de un tejido, desde los tejados. Por cierto que todo aquello no

implicaba ningún deterioro extraordinario. No se había desprendido

ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta

contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las

partes y el estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello

me recordaba mucho la espaciosa integridad de esas viejas

maderas labradas que han dejado pudrir durante largos años en

alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire exterior.

Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba

el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la mirada de un

observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas

perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se

abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse en las

tétricas aguas del estanque.

Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén hacia la

casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco

gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde

allí, en silencio, a través de muchos corredores oscuros e

intrincados, hacia el estudio de su amo. Muchas de las cosas que

encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué, a exaltar esas

vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos que me

rodeaban—las molduras de los techos, los sombríos tapices de las

paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos

trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas—eran cosas

muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi

infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como

familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que

aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las

escaleras me encontré al médico de la familia. Su semblante,

pensé, mostraba una expresión mezcla de baja astucia y de

perplejidad. Me saludó con azaramiento, y pasó. El criado abrió

entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.

La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las

ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del

negro piso de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde

dentro. Débiles rayos de una luz roja abríanse paso a través de los

cristales enrejados, dejando lo bastante en claro los principales

objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano por

alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del

techo abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las

paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y

deslucido. Numerosos libros e instrumentos de música yacían

esparcidos en torno, pero no bastaban a dar vitalidad alguna a la

escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de

severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba

todo.

A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual estaba

tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se

asemejaba mucho, tal vez fué mi primer pensamiento, a una

exagerada cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de

mundo ennuyé (1). Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me

convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos

momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de

piedad y mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había

cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick

Usher! A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la

identidad del que estaba frente a mí con el compañero de mis

primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido

siempre notable.

Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos sobre

toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de

una curva incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo

hebraico, pero de una anchura desacostumbrada en semejante

forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de

prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por su

tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un

desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía

que no era fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración del

carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión que

mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a

quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora

milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y

hasta me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso

cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más

que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo,

relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna de simple

humanidad.

Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en las

maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de

una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un

azaramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.

Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su carta,

sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las

conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su

temperamento. Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes. Su

voz variaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su

ardor parecía caer en completa inacción) a esa especie de

concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta—una

enunciación hueca—, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien

modulada y equilibrada, que puede observarse en el borracho

perdido o en el incorregible comedor de opio, durante los períodos

de su más intensa excitación.

Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de

verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante

rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era,

dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba de

encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió acto

seguido, que, sin duda, desaparecía pronto. Se manifestaba en una

multitud de sensaciones extranaturales... Algunas, mientras me las

detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos

y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de

una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos

más insípidos; podía usar no más que prendas de cierto tejido; los

aromas de todas las flores le sofocaban, una luz, incluso débil,

atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos

peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban

horror.

Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo.

—Moriré—dijo—, debo morir de esta lamentable locura. Así, así y

no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros,

no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al

pensamiento de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden

actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera

aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal

estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes

o después llegará un momento en que han de abandonarme a la

vez la vida y la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma,

con el miedo.

Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y

ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Estaba él

encadenado por ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la

mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir

desde hacía muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta

fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para ser

repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la

simple forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un

largo sufrimiento, decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que

lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque

en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral de su

existencia.

Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran parte de la

especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más

natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la

muerte—sin duda cercana—de una hermana tiernamente amada,

su sola compañera durante largos años, su última y única parienta

en la tierra.

—Su fallecimiento—dijo él con una amargura que no podré nunca

olvidar—me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el

último de la antigua raza de los Usher.

Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la parte

más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia,

desapareció. La miré con un enorme asombro no desprovisto de

terror, y, sin embargo, me pareció imposible darme cuenta de tales

sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía conforme mis

ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se cerró una

puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su

hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude

observar que una palidez mayor que la habitual se había extendido

sobre los descarnados dedos, a través de los cuales goteaban

abundantes lágrimas apasionadas.

La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo

la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento

gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de

carácter cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico. Hasta

entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enferme,

sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi

llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche

con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe

dela mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última,

que no vería ya nunca más a aquella dama, viva al menos.

En varios días consecutivos no fué mencionado su nombre ni por

Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardosos para

aliviar la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos juntos, o si no,

escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones en su

elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más

estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces de su

alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo esfuerzo

para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva

que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del

universo moral u físico una irradiación incesante de tristeza.

Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que

pasé solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo,

intentaría en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de

las ocupaciones en que me complicaba o cuyo camino me

mostraba. Una idealidad ardiente, elevada, enfermiza, arrojaba su

luz sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones fúnebres

resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo

dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria

impetuosa del último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que

incubaba su laboriosa fantasía—que llegaba, trazo a trazo, a una

vaguedad que me hacía estremecer con mayor conmoción, pues

temblaba sin saber por qué—, en cuanto a aquella pinturas (de

imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría

yo extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar

contenida en el ámbito de las simples palabras escritas. Por la

completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaba y

sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese

mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias

que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco

se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso,

intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación

de los sueños, sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos,

de Fuseli.

Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el

espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser

esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que

representaba el interior de una cueva o túnel intensamente largo y

rectagular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni

adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para hacer

comprender la idea de que aquella excavación estaba a una

profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía

ninguna salida a lo largo de su vasta extensión, ni se divisaba

antorcha u otra fuente artificial de luz, y, sin embargo, una oleada

de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo todo en un

lívido e inadecuado esplendor.

Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que

hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos

efectos de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites

estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la

guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico

a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus

impromptus, no podía uno darse cuenta así. Tenían que ser, y lo

eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas

fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones

verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa

concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan

sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial.

Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me

impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dió, porque

bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez

que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su

sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos,

titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie

de la letra, los siguientes:

I

En el más verde de nuestros valles,

habitado por los ángeles buenos,

antaño un bello y majestuoso palacio

—un radiante palacio—alzaba su frente.

En los dominios del rey Pensamiento,

¡allí se elevaba!

Jamás un serafín desplegó el ala

sobre un edificio la mitad de bello.

II

Banderas amarillas, gloriosas doradas

sobre su remate flotaban y ondeaban

(esto, todo esto, sucedía hace mucho,

muchísimo tiempo);

y a cada suave brisa que retozaba

en aquellos gratos días,

a lo largo de los muros pálidos y empenachados

se elevaba un aroma alado.

III

Los que vagaban por ese alegre valle,

a través de dos ventanas iluminadas, veían

espíritus moviéndose musicalmente

a los sones de un laúd bien templado,

en torno a un trono donde, sentado

(¡porfirogénito!)

con un fausto digno de su gloria,

aparecía el señor del reino.

IV

Y refulgente de perlas y rubíes

era la puerta del bello palacio

por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas

y centelleaba sin cesar,

una turba de Ecos cuya grata misión

era sólo cantar,

con voces de magnífica belleza,

el talento y el saber de su rey.

V

Pero seres malvados, con ropajes de luto,

asaltaron la elevada posición del monarca;

(¡ah, lloremos, pues nunca el alba

despuntará sobre él, el desolado!)

Y en torno a su mansión, la gloria

que rojeaba y florecía

es sólo una historia oscuramente recordada

de las viejas edades sepultadas.

VI

Y ahora los viajeros, en ese valle,

a través de las ventanas rojizas, ven

amplias formas moviéndose fantásticamente

amplias formas moviéndose fantásticamente

en una desacorde melodía;

mientras, cual un rápido y horrible río,

a través de la pálida puerta

una horrenda turba se precipita eternamente,

riendo, mas sin sonreír nunca más.

Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta balada

nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó

una opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su

novedad (pues otros hombres han pensado lo mismo) (2), sino a

causa de la tenacidad con que él la mantuvo. Esta opinión, en su

forma general, era la de la sensibilidad de todos los seres

vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había

asumido un carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas

condiciones, el reino inorgánico. Me faltan palabras para expresar

toda la extensión o el serio abandono de su convencimiento. Esta

creencia, empero, se relacionaba (como ya antes he sugerido) con

las piedras grises de la mansión de sus antepasados. Aquí las

condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él

imaginaba, por el método de colocación de aquellas piedras, por su

disposición, así como por los numerosos hongos que las cubrían y

los árboles enfermizos que se alzaban alrededor, pero sobre todo

por la inmutabilidad de aquella disposición y por su desdoblamiento

en las quietas aguas del estanque. La prueba—la prueba de aquella

sensibilidad—estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en

la gradual, pero evidente condensación, por encima de las aguas y

alrededor de los muros, de una atmósfera que les era propia. El

resultado se descubría, añadía él, en aquella influencia muda,

aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos había

moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le

veía yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan

comentarios, y no los haré.

Nuestros libros—los libros que desde hacía años formaban una

parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo—estaban,

como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter

fantasmal. Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et

Chartreuse, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; El cielo y el

infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de Nicolás Klimm de

Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y de

De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad

del Sol, de Campanella. Uno de sus volúmenes favoritos era una

pequeña edición in octavo del Directorium Inquisitorium, por el

dominico Eymeric de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela,

acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes, sobre los

cuales Usher soñaba durante horas enteras. Su principal delicia,

con todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso

libro gótico in-quarto—el manual de una iglesia olvidada—, las

Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.

Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su

probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche,

habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no

existía anunció su intención de conservar el cuerpo durante una

quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas

criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón

profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de

esas que no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano,

había adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración al

carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta curiosidad

importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia, y a la

alejada y expuesta situación del panteón familiar. Confieso que,

cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me

había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no

sentí deseo de oponerme a lo que consideraba todo lo más como

una precaución inocente, pero muy natural.

A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de

aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los

dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo

dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras

antorchas, semiacabadas en aquella atmósfera sofocante, no nos

permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda y no dejaba

penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo

de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio.

Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales,

como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora o

de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo

el interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí

estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro

macizo, estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel

inmenso peso giraba sobre sus goznes producía un ruido singular,

agudo y chirriante.

Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella

región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no

estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido

chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi

atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró

unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos,

y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de

naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no

permanecieron fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no

podíamos contemplarla sin espanto. El mal que había llevado a la

tumba a lady Madeline en la plenitud de su juventud había dejado,

como suele suceder en las enfermedades de carácter estrictamente

cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el

rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan

terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y

después de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de

nuevo nuestro camino hacia las habitaciones superiores de la casa,

que no eran menos tristes.

Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga pena,

tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad

mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus

ocupaciones ordinarias eran descuidadas u olvidadas. Vagaba de

estancia en estancia con un paso precipitado, desigual y sin objeto.

La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible, un color

más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por

completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en

ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror

sumo, caracterizaba de ordinario su habla. Me ocurría a veces, en

realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada

por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía el valor para

efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en suma, que

se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía

mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda

atención, como si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar

que su estado me aterrase, que incluso sufriese yo su contagio.

Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación lenta, pero

segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque

impresionantes supersticiones.

Fué en especial una noche, la séptima o la octava desde que

depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a

nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales

sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho, mientras

pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un motivo al

nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de que

lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia

trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos

tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una

tormenta que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los

muros y crujían penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero

mis esfuerzos fueron inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco a

poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a

apoderarse por completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice

un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las

almohadas y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad

de la habitación, presté oído—no sabría decir por que me impulsó

una fuerza instintiva—a ciertos ruidos vagos, apagados e

indefinidos que llegaban hasta mí a través de las pausas de la

tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror,

inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues sentía que no iba a

serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a

grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que

estaba sumido.

Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por una

escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era

el paso de Usher. Un instante después llamó suavemente en mi

puerta y entró, llevando una lámpara. Su cara era, como de

costumbre, de una palidez cadavérica; pero había, además, en sus

ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una histeria

evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era

preferible a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí

su presencia como un alivio.

—¿Y usted no ha visto esto?—dijo él bruscamente, después de

permanecer algunos momentos en silencio mirándome—. ¿No ha

visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá.

Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su

lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en

par a la tormenta.

La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era, en

verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de

una rareza singular en su terror y en su belleza. Un remolino había

concentrado su fuerza en nuestra proximidad, pues había cambios

frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva

densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre las tordillas

de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual

acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de

perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad no nos

impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos ni la luna ni las

estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las

superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, lo

mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor

nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación

gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja

luminosa y bien visible.

—¡No debe usted, no contemplará usted esto! —dije, temblando, a

Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla—.

Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos

eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en los

fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire es

helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de sus

novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así pasaremos esta

terrible noche, juntos.

El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir

Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher

por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad,

poco atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de

mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía inmediatamente

a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que la excitación

que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio (pues la historia de

los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta

en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el

gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o

aparentaba escuchar las frases de la narración, hubiese podido

congratularme del éxito de mi propósito.

Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que

Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar

pacíficamente en la mora da del ermitaño, se decide a entrar por la

fuerza. Aquí, como se recordará, dice lo siguiente la narración,

"Y Ethelredo que era por naturaleza de valeroso corazón, y que

ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia del vino

que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el ermitaño

quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la

malicia; pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el

desencadenamiento de la tempestad, levantó su maza, y con unos

golpe abrió pronto un camino, a través de las tablas de la puerta, a

su mano enguantada de hierro; y entonces tirando con ella

vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en

pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a

hueco repercutió de una parte a otra de la selva."

Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me había

parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me

engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión llegaba

confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa de su

exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo,

ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento

descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única

coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el

golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la

tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de seguro,

nada que pudiera intrigarme o turbarme.

Continué la narración:

"Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta,

se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro

alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón de una

apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que

estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y

sobre el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con

esta leyenda encima:

El que entre aquí, vencedor será;

el que mate al dragón, el escudo ganará.

"Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón,

que cayó ante él y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan

horrendo, áspero y penetrante a la vez, que Ethelredo tuvo que

taparse los oídos con las manos para resistir aquel terrible

estruendo como no lo había él oído nunca antes."

Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación de

violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta

vez (érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y

como lejano, pero áspero, prolongado, singularmente agudo y

chirriante, la contrapartida exacta del rito sobrenatural del dragón

descrito por el novelista y tal cual mi imaginación se lo había ya

figurado.

Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy

extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias,

entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos,

conservé, empero, la suficiente presencia de ánimo para tener

cuidado de no excitar con una observación cualquiera la

sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro en

absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a

no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía

unos minutos, en su actitud. De su posición primera enfrente de mí

había él hecho girar gradualmente su silla de modo a encontrarse

sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; así, sólo

podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté que sus labios

temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible. Su

cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que

no estaba dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía

abierto y fijo. Además, el movimiento de su cuerpo contradecía

también aquella idea, pues se balanceaba con suave, pero

constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y

reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:

"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia del

dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento

que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante

de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata del

castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual,

en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino que cayó a

sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y terrible ruido."

Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas, y

como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de

bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro,

profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado

a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher no había

interrumpido su balanceo acompasado.

Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por

una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un

fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa

tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo

apagado, rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi

presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo

significado de sus palabras

—¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho

tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero

no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy!

¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la

tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos están agudizados? Le digo

ahora que he oído sus primeros débiles movimientos dentro del

ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no

me atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La

puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el

estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su

féretro, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha

dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huir? ¿No estará ella

aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi

precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el

pesado y horrible latir de su corazón? ¡Insensato!—y en ese

momento se alzó furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como

si en aquel esfuerzo exhalase su alma—: Insensato. ¡Le digo a

usted que ella está ahora detrás de la puerta!

En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus

palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y

antiguas hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus

pesadas mandíbulas de ébano. Era aquello obra de una furiosa

ráfaga, pero en el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y

amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre

su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las

señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento

permaneció trémula y vacilante sobre el umbral; luego, con un grito

apagado y quejumbroso, cayó a plomo hacia adelante sobre su

hermano, y en su violenta y ahora definitiva agonía le arrastró al

suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.

Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado. La

tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé

la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el

camino y me volví para ver dónde podía brotar claridad tan singular,

pues sólo tenía a mi espalda la vasta mansión y sus sombras. La

irradiación provenía de la luna llena, que se ponía entre un rojo de

sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de aquella grieta

antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se

extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base.

Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez;

hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero

del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró

cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó

un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el

estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y

silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.

FIN

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